Así es como fuimos nosotros a Uganda( mi marido y yo, en la primera parte de nuestra luna de miel) y podemos decir que fue una de las experiencias vitales más enriquecedoras que hemos tenido la suerte de disfrutar.
Volvimos habiendo recibido más que dado, y un poquito más conscientes de la suerte que tenemos por la vida que vivimos. Te tratan como a uno más de la familia, vives como ellos y, aún en ausencia de las comodidades a las que estamos acostumbrados, te sientes extrañamente «en casa». No tienen casi nada de lo que nosotros tenemos, pero son felices y te lo demuestran con su sonrisa perenne. Todavía mantenemos el contacto y volveremos algún día cuando nuestros hijos sean suficientemente mayores.
Y más concretamente…¿qué hicimos? De todo. Visitar escuelas y aldeas, presenciar bailes en nuestro honor (apenas se dejan caer «mzungu» (hombres blancos) por ahi!), jugar al fútbol en un patatal, ponernos morados de comida típica (aún echo de menos su deliciosa «sweet potato»), ordeñar una vaca, cenar alrededor de una hoguera, enseñar a un montón de niños a jugar a la gallinita ciega, recibir una gallina como regalo, pasar una tarde jugando con los niños de la asociación Ngaro Ibiri y regalarles pulseras, cintas de pelo y cepillos de dientes (y ellos tan contentos!), ver como se mondan de risa viéndose en la pantalla de la cámara digital, lavarnos el pelo en plan «Memorias de África»(muy romántico, por cierto), llorar al tener que irnos…
No tenemos más que buenas palabras y agradecimiento para Nuria y para todas las personas que conocimos en ese viaje.